“Deliciosa Martha”
es una película para ir con el estómago lleno y con hambre de cine. La mano de
Sandra Nettelbeck, su directora y guionista, ha ligado una salsa lírica con el
punto justo de ternura, sirviéndose de ingredientes tradicionales como el amor,
la soledad y la muerte, salpimentados con una pizca de humor y unas gotas del
vinagre dulce del deseo.
Martha (Martina Gedeck) es el
chef de un prestigioso restaurante francés de Hamburgo, que reparte su tiempo
entre las sartenes y el diván de su terapeuta, y que amordaza su soledad con el
mandil blanco de cocinar. Martha viene y va del restaurante a su casa en una
rutina de marea báltica, con la mirada aburrida de los adultos que suben al
caballo de madera de un tiovivo. Su vida tiene el color gris del puerto de
Hamburgo y un fluir lento, como de agua cansada. Toda esta frágil arboladura
cruje cuando la muerte de su hermana en un accidente de tráfico –“Azul”, “El
hada inocente”, “Todo sobre mi madre”, etc.- deja en sus brazos a Lina (Maxime
Foerste), su sobrina de ocho años. De la muerte le llega a Martha una
maternidad sobrevenida y provisoria; y de la mano de la propietaria del
restaurante, un excéntrico cocinero italiano como segundo de a bordo. El
triángulo está servido.
Nada ocurre en “Deliciosa Martha”
al margen de la cocina, pues en los fogones del restaurante se encuentra el
escenario que alimenta toda la película, el centro de la tela de araña del
guión por el que Martina Gedeck pasea sus ocho patas con una perfección
silenciosa. Su interpretación está muy lejos de cualquier histrionismo; el
dolor y la alegría de Martha son sobrias, muy alemanas, y es que Martina Gedeck
guarda el Secreto del Gesto Mínimo, que muy pocos actores conocen y que les
permite, con una simple mirada, hacernos temblar de dolor, de alegría, o de
amor, según proceda. Junto a ella, Sergio Castelito en el papel de Mario, el
cocinero italiano que trae en una mano un poco de Mediterráneo a la cocina, y
en la otra, un fanal erótico para alumbrar el metraje de la película con un
deseo apenas susurrado en dos besos: uno que no llega a dar y otro que tiene un
sabor a anís estrellado como para despertar Bellas Durmientes.
Martha cocina por la misma razón
por la que otros escriben versos o pintan cuadros: para dar suelta a las
palomas que la habitan, para comunicarse con el prójimo anónimo que espera
detrás de la puerta de la cocina. Y eso lo transmite la película –ahí uno de
sus grandes méritos-, y lo hace con la ayuda de unos secundarios de primaria
importancia, pues son el espinazo que da sustancia al caldo del guión: como el
terapeuta, que intenta ir -sin conseguirlo- más allá de la obsesión culinaria
de la protagonista; o el vecino de abajo, con quien no termina de encontrarse;
y, sobre todo, Lina, la sobrina huérfana, a quien Martha trata de rescatar de
la ciénaga de su dolor, que protagoniza una de las mejores escenas de la
película cuando abre la granada todavía verde de su infancia para confesar a
Martha que empieza a olvidar la cara de su madre.
Mención aparte merece el
andamiaje fotográfico -bodegones cuajados de armonía, una boca tensa de deseo,
el frío azul y liberador de una cámara frigorífica-; y la música, que sabe
llevar la tristeza de Martha en cada nota del piano y la luz de Italia a la
cocina en la voz de tabaco de Leonard Cohen.
“Deliciosa Martha” es una película divertida,
triste, trágica, alentadora; que recomiendo especialmente a los gastrónomos del séptimo arte que
quieran ver qué se cuece en el cine alemán. Lástima que en su recta final, su
directora y guionista haya optado por un postre que es el de siempre, y no se
haya arriesgado a estrellar la tarta en lugar de escribir sobre ella un “Happy
End” de nata montada.
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